Parece que para las potestades europeas el indio sigue siendo el 
indio aunque vaya en su avión presidencial, pero el imperio sigue siendo
 el imperio aunque un negro sea su gobernante. Rostros del mundo que nos
 ha tocado.
Gustav Janouch le preguntó un día a
 Franz Kafka si era verdad lo que se decía en la empresa de seguros para
 la que trabajaba: que Kafka dedicaba sus ingresos a pagarles asesoría 
jurídica a los empleados, para que pudieran querellarse con la compañía.
 Kafka le contestó que como apoderado de la empresa no podía defender a 
los empleados, pero que cuando veía que el empleado tenía la razón, le 
ayudaba con su propio dinero para que tuviera un buen asesor jurídico. Y
 añadió: “Lo que pasa es que el mundo ha caído de tal manera en manos de
 los demonios, que muy pronto el que quiera hacer el bien tendrá que 
hacerlo en secreto y a solas”.
Esta
 semana hemos visto ese fenómeno en un escenario global: cómo un 
benefactor de la humanidad, que denuncia el modo como un gobierno espía a
 sus ciudadanos, es tratado como un criminal y anda acorralado en los 
pasillos de un aeropuerto sin saber a dónde correr, y los gobiernos de 
cuatro países por temor al perseguidor, niegan el paso por su espacio 
aéreo a un jefe de Estado sólo por la sospecha de que lleva con él al 
acusado. También el contraste entre la dignidad de los gobiernos 
latinoamericanos y la indignidad y la obsecuencia de unos gobiernos 
europeos que están hoy muy por debajo de su fama y de su orgullo.
Da
 mucho qué pensar ese avión de un presidente indígena que no encuentra 
por dónde cruzar los cielos del verano, al que no quieren recibir ni en 
Fiumicino, ni en Charles de Gaulle, ni en Portela ni en Barajas, sólo 
por la sospecha de que lleve en su cabina al hombre que reveló ese 
escandaloso espionaje. Dan mucho qué pensar esos cielos cerrados ante la
 nave soberana de un jefe de Estado, y da mucho qué pensar que sea 
precisamente un indígena la víctima no de una ofensa, sino de un delito 
contra el derecho internacional.
En
 cambio no tiene que extrañarnos que la red de Internet, exhibida por 
décadas como el tejido integrador del planeta, instrumento de 
aproximación entre sociedades y culturas, puerto de acceso al océano de 
memoria acumulada de la especie, y que nos hemos acostumbrado a ver como
 el cotidiano auxiliar de la vida de millones de terrícolas, nos revele 
su cara oculta: la de un vasto mecanismo de espionaje que husmea en los 
gustos y las inclinaciones de cada individuo, registra el historial de 
sus exploraciones, graba mensajes, dibuja el mapa de los ciudadanos, sus
 amistades, sus comunicaciones y sus preferencias, y convierte la vida 
privada en un dosier que manosean y manipulan funcionarios y empresas.
Conociendo
 los hábitos de la condición humana y las clásicas astucias del poder, 
no sería raro que estemos marchando todos, dóciles y fascinados, hacia 
una versión todopoderosa e hipertecnificada de la Gestapo y de la Santa 
Inquisición. Bien dice la prudencia que los poderes de este mundo no dan
 tanto a cambio de nada, y sabemos que los correos gratuitos, por 
ejemplo, se han ido convirtiendo en espacios donde interviene sutilmente
 el mercado. Uno escribe un mensaje privado sobre Samarkanda o 
Pernambuco, y al otro día encontrará publicidad de Pernambuco y 
Samarkanda; uno habla de discos o de góndolas y mañana tendrá su oferta 
musical o turística en el recuadro. Siempre hay alguien interesado en 
quiénes somos, qué pensamos o qué queremos, por razones comerciales o 
profesionales, y no podían tardar los que se interesaran en esos asuntos
 tremendos o pueriles por razones morales o políticas. Cada internauta 
va dejando su rastro inconfundible en la telaraña y no dejarán de 
aparecer las criaturas de ocho patas que le siguen la pista.
El
 prometedor, el celebrado, el sorprendente, el decepcionante, el muy 
pronto detestado Barack Obama prosigue su metamorfosis, tratando de 
convertirse no en el que eligieron sus votantes, sino en el que 
toleraron el Pentágono y las corporaciones. Si hubiera persistido en su 
voluntad de encarnar un nuevo paradigma ético para los Estados Unidos y 
para el mundo, habría contribuido a la distensión y a la convivencia, 
pero tal vez se habría ganado el odio de los poderes del imperio, y 
hasta habría terminado padeciendo la suerte de Evo Morales en su avión 
presidencial. Está experimentando en carne propia lo difícil que es 
seguir siendo humano cuando se maneja el mayor poder de este mundo, y 
puede terminar siendo ejemplo perfecto de la famosa sentencia: “El poder
 corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Había
 llegado al poder para borrar el desprestigio en que la administración 
de George Bush hundió a los Estados Unidos; para aliviar la conciencia 
de un país arrastrado a la barbarie de invasiones militares 
injustificadas, arrestos clandestinos, torturas infames y campos de 
concentración por fuera de toda legalidad. Ahora justifica el espionaje 
sobre sus ciudadanos, ordena las ejecuciones que obran aviones no 
tripulados, y permite que recomience una política internacional 
conspirativa e irresponsable, creyendo impedir así la pérdida de 
hegemonía de su imperio.
  Pero 
América Latina lo mira con indignación, la opinión pública mundial lo 
mira con asombro, Snowden recorre los pasillos ciegos del aeropuerto de 
Moscú y, allá, lejos, en el mar del Japón, las armadas de Rusia y de 
China realizan maniobras militares conjuntas por primera vez en mucho 
tiempo.
Tomado de: http://www.elespectador.com/opinion/columna-432064-los-cielos-cerrados
 

